He tenido la suerte (o la pericia) de encontrar un centro de orientación LGTBI donde hay gente que trabaja en hacerte sentir escuchada, en acompañarte, en orientarte. Se llama así, Orienta.
Hoy he tenido mi segunda cita allí. La primera fue sólo una toma de contacto para escuchar mi historia. La segunda, hoy, pues lo mimo pero con otra persona más en la habitación.
Aunque por primera vez salieron consejos directos e ideas, pocas, muy pocas, comparadas con tantos silencios y con tantas dudas.
Ir a un lugar frío a la sombra de una montaña, feo y difícil de llegar, con aspecto de oficina cerrada con persiana metálica a media altura y cristal esmerilado para no dejar ver dentro, es un poco descorazonador.
Tan sólo el calor de la gente allí dentro, y el siempre cálido cóctel de colores de todas las banderas del orgullo te hacen sentir que puedes respirar un poco.
Después, una fría habitación sin nada más que un neón de oficina sobre una mesa de ikea con 4 sillas y una caja de pañuelos. Ni un armario, ni un póster. Una pequeña sala de interrogatorios para que allí desnudes tu alma y tu vida ante dos perfectas desconocidas que de repente se antojan tus mejores aliadas, aunque tienen tantos silencios como tú para compartir.
Algunas explicaciones estériles, medicalizadas, sobre los procesos y pasos legales dentro de lo que marca la ley en la que ellas pueden acompañarte. Como quisiste siempre sentirte una mujer, vamos a empezar por la visita al ginecólogo donde te dicen siéntate ahí abre las piernas y voy a meterte este aparato frío metálico para ver tu interior y hacerme una idea de lo que te pasa sin necesariamente compartir mucho sobre ello. ¿Qué tal de momento la experiencia? ¿Te sientes suficiente mujer ya?
Pocas palabras que llevan en realidad más comprensión de la que parece, aunque también incitan más a sentirte examinada, a evaluar si lo que tienen delante es un capricho, una confusión, o un grito desesperado de ayuda.
¿Y si no estoy transmitiendo ese grito desesperado de ayuda? ¿Y si lo que ven es un niño confundido y caprichoso queriendo pasar un rato a costa del erario público?
¿Cuánto más he de desnudarme para ser escuchada? ¿Debo acaso enseñarle mis calcetines arcoiris? ¿Mi camiseta morada de "No puedes quemarnos a todas"? ¿O tal vez deba bajarme los pantalones y preguntarles qué tal me quedan mis braguitas casi transparentes? Y sí, me disfracé vestí para la ocasión, medio porque se está convirtiendo en mi estándar de vestir, medio porque era un día especial.
Pero el frío de la habitación no me dejó ni enseñar mi camiseta tan siquiera. Tan sólo mi rubor y mi nerviosismo al desnudarme sin quitarme un milímetro de tela de encima consiguió que saliera de esa habitación con menos frío del que entré, aunque lo hiciera sin parar de temblar y de juguetear nerviosa con mis dedos.
Ese espantoso sentimiento de sentirte juzgada y observada, sin poder devolver una mirada, buscando recovecos en la blanca pared para que mis ojos se fijen en algo que no sean los suyos, ojos aquellos que no dejan de observarme mientras vuelco mis vergüenzas en esa fea mesa del ikea, donde mis silencios y mis faltas de respuesta me atemorizan más que mis respuestas, y de vuelta a esas preguntas, ¿y si no doy la talla?
Mírame, aquí queriendo ser una mujer y sufriendo la misma condena típica de ser un hombre que se siente muy pequeño delante de una mujer pensando que no va a dar la talla. Como si existiera una talla a dar.
"Esto parece un poco querer empezar la casa por el tejado", me cuentan. Creen que lo mejor es empezar a vivir esa realidad en tu entorno cercano y seguro, experimentarlo para ver cómo te sientes, para no hacer cosas de las que después te arrepientas.
Tiene sentido, supongo.
Y a la vez, demuestra que no he dado la talla. Que mi grito desesperado de "por favor ayúdame, dime cómo puedo quitarme esta mierda de entre las piernas que no me deja vivir en paz conmigo misma" no ha llegado a sus oídos de la forma en la que se siente en el fondo de mi garganta.
Y a la vez, me baja los pies al suelo un poco.
Apenas dos cosas en claro de hoy. La primera, una cita para Enero, con mi pareja, para afrontar esta realidad las dos juntas y orientarnos a ambas y animarnos a hacer las preguntas necesarias o las que no sepamos hacer de normal.
La segunda, la promesa de que, al menos y para empezar en ese espacio seguro, vamos a hablar de mí consistentemente en femenino, y a ver cómo eso me hace sentir.
Y mi estúpida sonrisa de niña nerviosa y muerta de vergüenza se dibuja entre unos ojos que se resisten con todas sus fuerzas a soltar una lágrima. Ya lloré como una madalena la primera vez que entré allí a decir que me siento esta persona y que necesito ayuda.
Soy esa niña, sí. Pero Boys Don't Cry.